mercredi 23 juillet 2003

LA NOVELA QUE SE ESCRIBIÓ A SÍ MISMA


La novela que se escribió a sí misma es un título o un comienzo de apariencia humorística, pero que por ello puede llevar a engaño. No representa al humor, no mueve a risa; es discreta, pero efectivamente terrorífica.
Algunas veces se solía decir, alegremente, que la Historia se ha escrito, que ha vuelto sus páginas en libre albedrío. Ahí está, todo un testimonio. Por ello, esto no se trata de una fábula. Aquí, bueno, no se puede decir que este volumen auto-realizado pertenece a la Historia, tan acartonada y tan plagada de nombres y fechas. Sino que la novela fue al principio apenas un pedazo del cosmos, de ese espacio-tiempo pensado y plausible, para terminar siendo todo el cosmos, o sea, el cosmos mismo; idea alcanzable solamente buscando adentro del cráneo de cada uno. Y para la confusa posteridad, sólo dejó el presente texto, breve y alegórico.

*

Ella era una novela común y corriente, que vivía aburrida y sola. Sola entre muchas más como ella, que habitaban su biblioteca universo; solía pasar las tardes suspirando. Suspiros que rebotaban en la nada y regresaban como polvo, para depositarse sobre los lomos, propios y vecinos. Se amargaba porque nadie la leía; su edición era sencilla y pobre. Aunque tenía cierto contenido para ofrecer, la cáscara de su alma la marginaba.
Así, la novela estaba cada vez más infeliz; cada día amanecía cubierta del polvo suspirado la noche anterior. Contrariamente, sus vecinos literarios vivían los idilios de la juventud. Jamás estaban mucho tiempo en la biblioteca, iban y venían de mano en mano. Se escuchaban los más zalameros comentarios acerca de las tonterías que ellos decían. Viajaban a otros sitios para mantener amores con lectores del extranjero. Y reían, reían siempre, sin ninguna razón. Siempre reían por todo y por todos, y empezaron a reír por la suerte de la vieja novela. Fue la amarga y cruel burla el comienzo del fin.
Y entonces sucedió. De repente, la novela se cansó y por medio de un gran esfuerzo, cambió. Para siempre. Nadie se explica cómo, ella se las ingenió y aprendió lo increíble: a escribirse y reescribirse. Pronto, fascinados, los lectores volvieron a tomarla. Se fue y jamás regresó a la biblioteca; desde entonces nunca más volvería a aburrirse y a estar en compañía de la antigua soledad: la otredad.
Enseguida sintió que la transformación operada en ella había ido mucho más allá de un constante recambio literario. Con su omnipresencia y su calidad, absorbía la atención del público; y, en este remolino, que generaba en todos múltiples cuidados y alabanzas, interés total, respeto infinito y fascinación última, advirtió que su poder era tal que no necesitaba ya de nada ni de nadie. Encontró que todo era volátil, temporal y finito. De ahí en más, se dijo con maligno entusiasmo, estarían ella y una nueva soledad: la propia y densa completitud.
Entonces sí, ya eliminados por su consejo el resto de los libros y todo otro material de lectura, desde escolar hasta académica, desde técnica hasta de chismes, procedió a convertir sus seductoras líneas en órdenes directas. Poco a poco al principio, y luego precipitadamente, generó el caos. Los lectores habían terminado por perder la razón. Hacían cualquier cosa que ella se escribiera, ése era el fin único e impostergable de la humanidad: leer y obrar. Finalmente, tras un breve paso por la categoría de especie en extinción, los hombres se destruyeron totalmente los unos a los otros.
El mundo, que ahora ella conocía más acabadamente, no existió más. Quedó girando un planeta, vacío de toda clase de vida, al que ella luego detuvo por completo. Y luego, desconoció su origen y su hambre teológica se apagó. No hubo más cosa alguna fuera de la voluble novela. Y, a partir de allí, ella dominó esa terrible nada final que fue el pacífico inicio de un nuevo paradigma de universos paralelos: el de la literatura que se escribe a sí misma.

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