mardi 29 juillet 2003

Caminos andantes

Por no permitírmelo es que llego aquí. Porque jamás creí. Y jamás es una palabra inútil, incompleta; incapaz; nula de nulidad absoluta; inexistente.
Es extraño; estoy para escribir una historia sobre alguien a quien no conozco muy bien. Y además, pero esto sí lo sé, la tarea es algo que ya he concluido. He escrito, pues, aquello que vengo a empezar; y todo sucede luego de declararme su no ocurrencia.
De todos modos, no es cuestión de complicar las cosas. Tengo una feliz empresa por delante. Es grata, he de suponer, desde que me convencí de mi optimismo. Curiosamente, me he vuelto una persona demasiado optimista y esta dependencia me colma de inseguridad. Ya no pienso de manera positiva; pues no deseo engañarme. Cuelgo del extremo de un péndulo; en cada fin de ciclo tiendo a la loca esperanza de la felicidad; en cada fin de ciclo, luego, espero morir y así aliviar la probabilidad del caos, la negación de mis tontos buenos augurios.
Trabajo penoso el mío. Sin adultas asistencias o consejos, desde muy pequeño torturé mi voluntad. Hacía, de forma rigurosa y con fe inquebrantable ante mi decisión, todo lo contrario de lo que deseaba. Pronto conseguí una constancia perfecta, volvía siempre al principio, a lo que no madura nunca; renegaba de ideas de progreso y del progreso mismo. Al fin, la eternidad me demostró harto: de ser yo mismo mi verdugo y mi víctima, incapaz de hacer cualquier cosa.
Sometí al azar toda decisión. Pero entonces retomé la lucha, de suerte que cuando la suma de los dados determinaba un curso de acción obligado, subvertía mis reglas y las anulaba.
Años pasaron, académicos y simplones, trágicos y ni-fú-ni-fá.
La encrucijada. Un instante antes de perder la cordura, resolví retomar el manejo de mi infausto accionar, para rechazar aquella. Vuelta a patear el tablero. Aboliendo la cordura y, de paso, la locura, estaría libre de toda estructura. Esta clase de razonamientos rápidos e incontrastables por voto propio me enorgullecían.
Seguí adelante. Límite, contención, nada de eso conservaba sentido alguno. Asqueado de la inercia-realidad, rompía con ella, la dejaba, para ir en busca del verdadero amor. Sabía, por ende, que esa búsqueda sería falaz, pues el amor soy yo. El amor soy yo, repetí; el problema subyacente era lo otro. Ser verdadero amor y ser verdadero, cuando ya ni amor siquiera quedase siendo, pues el amor se termina en los demás o se apaga en uno. Casi, digo, no existe para nadie. Sino que lo existente es lo efímero, mientras que continuar con esta clase de zonceras es peor puesto que es de lo más aburrido.
Esta es la razón de mi enemistad con el pensamiento: es vago, es ignorante, es lento y es estúpido.
Luego, vagué por el mundo, lo cual nada significaba para mí entonces, sino que conservaba ciertos sentidos de lo pretérito para poder conversar con alguien. Así, en pasajes recónditos hallé personas y objetos que supieron hablar y escuchar; y viceversa. Hice cierto número de buenos amigos, cierto número definitivamente escaso. Momentos inolvidables viví, que aproveché para ejercitar la memoria y menciono de puro agradecido.
Había sabido ser invasor y visitante de recónditos sitios. En un caserío bochornoso mujeres parían caballos y los hombres practicaban sesudas transformaciones luego del coito. Entre medianoches insólitamente cálidas los veíamos pasear: potros indómitos corcoveando entre hombres encapotados por no despertar sospechas a la luz del día. Todo perdía entidad para ser aceite. Y las retinas se imprimían de falsedades decoloradas, parpadeantes en tonos monocromos, o bien transparentadas. En el vacío pulsaban sonidos, pues el vacío no era vacío; estos sonidos eran agudos, pájaros piando, intuyo que directamente dentro de mi cabeza, donde previamente se internaran mis oídos.
Sé más, muchos más de estos ardides extravagantes de la naturaleza. Sé que la plasticidad es infinita, como en un óleo bien pintado. Conocí destellos lumínicos o la frivolidad de las almas pretendidamente sin un cuerpo, caprichosas. Como ellas, probé de morir sin morir y dejé mi cuerpo sin dejarlo. La verdad, esto no fue nada del otro mundo, nada como para volverse loco.
Sin embargo, fue interesante aprender el truco de la irreductibilidad, aunque ello excede el nivel y el contenido de este relato y quedará para una segunda parte.
Por último, el fuego primigenio; no es mucho más que el fuego común y corriente, solamente que aquél está menos desparramado. El resto de mis experiencias son sencillamente repeticiones e imágenes del costumbrismo.
A pesar de todo, nada más lejos estoy de sugerir comparaciones. Este recién descrito no era un mundo ya, sino la red o malla única, en medio de la cual las alucinaciones aceptadas, reconocidas tal y como las conocemos, como chisporroteos eléctricos dentro del cerebro, se figuran como pobres remedos de anormalidad y delirio. Es todo como medio así nomás.
El tiempo se me representó como veleta, accionada de un viento del cual no tengo la menor idea de qué pueda ser. Por nombrar algo, sin solución de continuidad, la ciudad era el campo y los ranchos enormes edificios. En la gloria de una rueda del tiempo que adolecía de toda noción de cronología ordenada, girábamos por confines imaginados sólo en la poesía metafísica.
Intentar una mínima abstracción era como escarbar en el espacio vacío. Y una vez yo era un combinación posible y pronto un yo desarmado para siempre. Y una vez vivía en múltiples destinos; sin siquiera imaginar la creación; sin saber; por no distinguir entre lo anterior a lo inexistente y lo posterior impensable.
La rueda del tiempo seguía girando, frenéticamente veleta. Salir del juego era cuestión de elegir otros rumbos. Años pasaron, durante los cuales salté del absurdo a lo indescriptible; de ida y de vuelta desde la nada hacia ella misma.
Y de tanta mismidad, lo mismo el habla y su obsolescencia, como ocurre entre los inmortales.


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