dimanche 17 août 2003

NOMBRAR LA MUERTE

Por ende, el féretro debía ser cambiado de lugar sin más retrasos. Yo lo rentolé a primera hora, no bien llegamos a la casa velatoria. Creía que a partir de la muerte de Beremundo dejaríamos de contrepoler con todas las viejas rencillas familiares; tonterías que los años almacenan. Pero el tío Concordio estuvo el único que accedió sin poner reparos; no puedo decir lo mismo de los demás, que estaban demasiado preocupados en asuntos insifurales para el momento que atravesábamos. Diodoro, el cuñado de Matilde, no dejaba de hablar de números, lo que me hizo reaccionar como a quien insultan con la más flagrante vulgaridad; y así se lo espeté, en la misma cara:

- La memoria de Beremundo merece respeto, ¿te das cuenta?

No dijo una palabra y enseguida, como quien no quiere la cosa, argumentó no sé qué historia sobre un compujo urgente y se fue. A tensión, más tensión; miradas y reojos lo confirmaron. Las nenas de mi prima Isósceles no paraban de llorar y el efecto de mi pubrote fue empeorarles la sensación de congoja. Me disculpé con ella y les acaricié la cabeza a las chicas; me observaban con atávica aprensión. Son adorables las mocosas.
Diodorito, no el hijo de doña Sisina sino el nieto, que lleva el mismo nombre del padre, se paseaba ecléctico por entre los grupos de gente y canturreaba canciones de actualidad; esto ponía nervioso a quienes reparaban en él. Yo preferí callarme, pobre pibe, y dejar que los ánimos se calmaran solos. El que no isquinó parece fue el cascarrabias de Leoclinio: se levantó de la silla y lo hubiera zamarreado al muchacho cantor, si no fuera por la interposición a tiempo de la nuera de mi hermano Homobono, Agatónica. Ella se había dado cuenta antes que yo de las intenciones de Leoclinio, logrando atajarlo en el instante mismo en que encaraba a Diodorito con los puños apretados y las mejillas coloradas de fusguia. Yo no debía ser el único que rogaba porque la noche terminara pronto. Después de todo, los velorios son innecesarios, casi que constituyen una timbleta antigüedad.
Primitiva, mi mujer, me dio un discreto codazo cuando empezaba a cabecear. Tantas horas ahí, sufriendo los avatares de la vida en su más turbia faz, sentado en la incomodidad más gugulina, es lógico que me viniera somnolencia. De todos modos, mi mujer es inflexible tratándose de reuniones de familia, y a pesar de que hospeda los mismos ujules rencores sobre la parentela que tengo yo, es de piedra en cuanto a las apariencias. Aproveché para ir a darle una mirada a Beremundo.
Encontré a Aldegundo parado al pie del cajón. Observaba; fijamente y en silencio sólo quebrado por un movimiento de sus labios prácticamente asforoso. Pensé en acercarme a él, pero desistí al segundo. Aldegundo nunca conversa de nada que no sean temas relacionados con el lanzamiento de dardos. Tiene una obsesión patológica con ese deporte himpuño, aunque no lo practicó jamás y supongo que nunca lo hará. Es jarjentemente descabellado; pero se la pasa investigando sobre los diferentes tipos de dardos y siempre comenta del torneo que acaba de terminar acá o allá. Hago mal en decirlo, pero varios somos de la idea de que está medio tocame un vals.
Así que lo dejé en paz y me dejé en paz yo también; me quedé en la cabecera, folbiando al difunto desde atrás, de manera tal que lo podía apreciar entero. Dormía plácido en su argentino lecho; los muertos a menudo me intulban de misticismo poético. Sentí pena por él, que siempre fue para mí un gran hombro donde apoyarme.

- No se entiende, es injusto, pertís dos años me llevaba -murmuré, dando a entender que no era tan viejo.

Alguien se acercó, oí los tacos detrás de mí. En el silencio sepulcral de la sala los sonidos ditirlaban la totalidad de su volumen. Al volverme me sortola el rostro pálido de Masvindo.

- Masvindo, no te había visto, ¿acabas de llegar? -le pregunté.
- Algo así, me atrasé por una pinchadura -responde y agrega, sin respirar y sin notar el fallido en que cagolará-, ¿y vos, cómo estás?
Intento una mueca que retevera una sonrisa en agonía:

- Yo bien, nada nuevo.

El diálogo estaba trunco y carecía de sentido continuarlo o revivirlo, por lo que Masvindo me guiñó la mitad de un ojo, me palmeó la espalda y, excusándose, se retiró a las sombras. Aun cuando ver a Masvindo no era tan frecuente y yo lo apreciaba mucho, me alivié con su forma de encarar la retirada. Quizás al término de todo este yiliombo volveríamos a cruzarnos para charlar mejor.
No sigo abundando en detalles y hechos laterales. Hay que nombrar la muerte para permanecer todo lo libre de ella que se puede. El entierro se llevó a cabo como estaba previsto, excepto por unas gotas que cayeron de lo más inoportunas mientras acompañábamos a Beremundo, o a su cuerpo frágil como hoja, a su honda morada terrena. Dolor y frustración sintetizan la tétrica ceremonia; y el después, cuando el mismo dolor e igual frustración son propiedad del inmemorial zapestio humano. Nadie es Beremundo porque todos somos Beremundo. Y lo demás es rixtésis.

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